Un día como cantante
Mi afición a la música empezó desde muy pequeña. Siempre me fascinó el hecho de poder cantar en distintos lugares. Hoy puedo hacerlo casi todos los fines de semana. El reto esta vez era distinto. Debía dejar atrás la vergüenza y cantar frente a personas que no habían pagado por verme, pero que al final terminarían haciéndolo.
Por: Paola Quintana Tomás.
Eran las seis y media de la mañana y el sol por fin apareció en la ventana de mi cuarto. Casi no pude dormir la noche previa. La idea de cómo haría para cantar en los microbuses de Lima fue la causa de mi desvelo. Nunca antes lo había hecho. Pero aún así, bajé de un salto de mi cama como picada por un aguijón y me di un buen duchazo. Tomé un liviano desayuno y me vestí con un jean casual y un polo negro ceñido.
En casa se vivía la rutina de un día cualquiera pues mantuve mi tema en secreto. Llegaron las ocho en punto y cogí mi mochila que tenía en su interior un güiro profesional que me prestó Francis, un músico amigo mío.
El güiro es un instrumento musical clasificado dentro de los llamados instrumentos de percusión, ubicado en la rama de los raspadores. Es muy usado por las personas que cantan en los carros. Es considerado ideal para acompañar cualquier melodía a capela y dotarla del ritmo que ésta requiere para ser oída y sentida como una verdadera canción.
En la mochila coloqué provisiones para comer durante mi inédita aventura urbana: un plátano de seda, una manzana delicia y una botella de agua sin gas. Antes de salir dejé una nota sobre la mesa del comedor en donde explicaba al detalle las razones por las que volvería a la hora de la cena. De no haberlo hecho mis seres queridos se hubieran preocupado de manera innecesaria. Al abrir la puerta lancé un calmado deseo al cielo. Al cerrarla, lo hice con la esperanza de lograr mi objetivo.
Mientras caminaba por las calles apreciaba mi escenario. Era una mañana movida. Muchos escolares y transeúntes caminaban por las calles. Al detenerme en una esquina me imaginé cantando en un concierto como Alejandra Guzmán, pero unos niños bullangueros me sacaron de mi sueño.
Había pasado una hora y aún no lograba cantar ni media canción. Mi garganta empezaba a secarse por efecto del calor. Tomé varios sorbos de agua entre decisiones e indecisiones, y llegué a la conclusión que debía de desprenderme de la vergüenza que ocasionaba mi inmovilidad. Sin darme cuenta, ya habían pasado dos horas desde mi salida de casa hasta la esquina ubicada en la primera cuadra de la avenida Arequipa. El emolientero había terminado de vender todos sus menjunjes, el tránsito no renunciaba a los correteos de hora punta, el sol brillaba con más fuerza y yo continuaba sin una acción efectiva a mi favor.
Fue entonces cuando armada de valor decidí darle vuelta a la página. Paré una custer de la línea Chama que se detuvo a mis pies y subí presurosa casi empujando con mi cuerpo al cobrador que ni cuenta se dio de mi apuro. Observé rápidamente que había pocos pasajeros. Por un instante pensé en bajarme y renunciar, pero esa idea la deseché por querer cumplir mi meta. Sin mayor preámbulo y con nerviosismo, saqué rápido el güiro de la mochila y empuñando el palito que sirve para tocar, empecé a cantar una canción de Soda Stereo.
Mi afición a la música empezó a los 6 años. He participado en musicales y mi vida siempre ha estado ligada al arte. Empecé a cantar profesionalmente a los veinte años. |
Una seguidilla de miradas arremetió mi interpretación de “Prófugos” de Soda. El público parecía estar atento a mi show. Al maloliente cobrador pareció no disgustarle el hecho de que mi güiro y yo interrumpiéramos el sonido de una cumbia que provenía de su radio pequeña, y la apagó quizá para oírme mejor. Me esforcé por cantar fuerte y evitar ser opacada por el ruido de las bocinas de los demás carros y los gritos desentonados del cobrador que inclinando su cuerpo hacia afuera del micro anunciaba la ruta punto por punto esperando atraer la mayor cantidad de pasajeros.
Mientras cantaba alucinaba que estaba en una presentación oficial haciéndole el coro a Jesús (un compañero del grupo musical con el que trabajo) o despertando el interés de decenas de personas al ritmo de una salsa con mucho son. Un niño de lentes bostezó, una señorita dormía recostada en la ventanilla, unas señoras sonreían mientras escuchaban mi voz y un hombre de traje y corbata me observaba fijamente y meneaba la cabeza como si mi interpretación le hiciese recordar sus años locos cuando el rock de Soda Stereo estuvo en todo su esplendor.
La vergüenza se esfumó al término de la canción. Para cuando pasé la bolsita esperando recolectar las moneditas (las plateadas más que las doradas), el miedo y la tensión habían desaparecido de la escena. Le agradecí al cobrador por dejarme trabajar y éste me contestó con una sonrisa: “la próxima vez te cobro pasaje”. Le resté importancia y bajé de un salto en Arequipa y Canevaro. Buen cobrador, no se imaginó que con ése comentario me había dado más ánimo para seguir cantando.
Mi debut en el micro significó para mi bolsillo un sol con setenta céntimos. Una cifra nada despreciable. Repetí mi canto en el “sube y baja” de los micros durante el trayecto de ida y vuelta por la avenida Arequipa hasta las doce y media. La competencia no se hizo esperar pues me topé con esbeltos promotores de recetarios de comida vegetariana, una desarreglada niña delgada que aparentaba unos diez años vendedora de caramelos, una madre de familia con su bebé en brazos que ofrecía chocolates triángulo y un heladero de la tercera edad. El rostro arrugado del anciano contrastaba con su sonrisa rechinante y sus ganas de vender. Me vi tentada a comprar un helado que el hombre levantaba y movía de un lado a otro para despertar el antojo de los pasajeros.
Pasada la una de la tarde mi estómago comenzó a rugir de hambre. Comí un plátano que tenía en la mochila de provisiones. La manzana la reservé para la tarde. Bajé del micro en el parque Kennedy y busque un “huarique” en donde el menú no costara más de siete soles e incluyera postre y refresco de cebada. Ya con el estómago lleno caminé por las calles de Miraflores hasta que la tarde cayó. Eran las cuatro, aún tenía un poco de agua en la botella y diecinueve soles con ochenta céntimos en el bolsillo.
El güiro aparece en la música afrocubana, en el Jazz Latino, el Mambo y la Salsa. Fue el primer instrumento de percusión adoptado por las charangas cubanas. |
Culminé mi recorrido con canciones de Fito Páez cerca de las siete de la noche. Llegué a recolectar cerca de veintitrés soles, miradas de simpatía, rostros indiferentes y comentarios como “qué bonito cantas” por parte de una jovencita de aspecto formal y “cántate una de mis tiempos” de una señora de canas. Regresé a casa sentada en un micro y abrazada al güiro con la satisfacción de saber que las personas que trabajan cantando en las calles enfrentan un día a día arduo y lleno de valentía, aunque al menos ahora puedo asegurar que no se mueren de hambre.
me parece admirable lo que hiciste, sobre todo cómo lo plasmas en letras!! felicitaciones
ResponderEliminarCantar en los carros es un gran reto. El canto es parte de tu vida y lo va a seguir siendo. El texto esta muy bien redactado. La música y la escritura son parte de tí
ResponderEliminarVivir sin un soundtrack es como vivir sin alma, la música y la vida de uno van de la mano, dejar de lado el arte de la música y ponerse una venda en los ojos y no querer observar lo lindo que es expresarse sin reproches no es un humano.
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