sábado, 3 de diciembre de 2011

El INCANSABLE CORAZÓN DE UN HOMBRE SOLITARIO

La historia de un vendedor de periódicos

Yala es un hombre golpeado por los azares del destino. Perdió a su familia y no quiso ni pudo formar una nueva. Su vida ha trascurrido entre luchas, penas y soledades. Pero de forma extraordinaria, ve sus días con ojos llenos de alegría ante la ilusión de seguir con vida.

Por: Paola Quintana Tomás.

Llegué a la esquina de José Gálvez con Pardo, en Lince. Había acordado un encuentro con Don Ricardo López a las ocho de la mañana. Le pregunté al señor Cabrera, su amigo, si lo había visto. El vendedor de frutas me respondió “no hace mucho que acabo de llegar”. No supe qué hacer, y me quedé un rato en el lugar donde el señor Cabrera vendía frutas en un triciclo. Vinieron varios clientes y se llevaron muchos productos. Le compré un durazno y lo empecé a comer. 

El frutero que parecía tener ganas de hablar me dijo “yo le puse Yala a Ricardo”. Luego me explicó que lo hizo por un chaleco de los juegos de lotería “YA LA TENGO”. “Ricardo lo usaba tanto que se ganó por completo el apodo”. Yala, pensé y le encontré la gracia al apodo de Don Ricardo. De pronto alguien me tocó el hombro por atrás. Era Yala con su metro cincuenta de estatura. Cargaba un montón de periódicos. 

Él trabaja como canillita. Empieza todos los días muy temprano, antes de salir el sol. Su paso es lento producto de sus cincuenta y siete años.  Cojea de su pierna derecha debido a un accidente que tuvo hace veinte años. “Cuando era joven me emborraché una noche de 1991. Un taxi me atropelló y me dejó cojo para toda la vida. Pude haberme operado, pero no quise porque aún podía caminar y la verdad no lo creí necesario”.

Yala repartió sus periódicos cuadra tras cuadra. Algunos le pagaron de inmediato, otros lo saludaron, cogieron su periódico y le indicaron con gestos que volviese a cobrar más tarde. Se jugó bromas con sus compradores. Unos le exigían rebajas imposibles. Él se reía. A uno de ellos le dijo con picardía “oye, habla menos y paga más”.  De pronto, entró en una tienda y le dijo a la mujer madura que atendía: “mi amor ya vine con tu periódico”. Se rieron y Yala cogió una moneda del mostrador. 

Vendió sus ejemplares en las panaderías, restaurantes y tiendas. En la calle, a guachimanes, chatarreros y repartidores de gaseosas. Al entrar al mercado dejó periódicos entre los vendedores de frutas, abarrotes y pollos. Ventas que engrosaron su bolsillo. Ofreció su mercadería a jóvenes, abuelas con sus nietos y a las personas que se le cruzaron por el camino. Al mediodía se quedó sin un periódico. Era su rutina diaria.
Yala vende a diario entre cuarenta y cincuenta periódicos. El que más  le piden es el Trome, seguido por el Ojo y el Popular.

Llegó la una de la tarde. Hora del almuerzo. Caminábamos por una vereda tras otra hasta que una señora llamó su atención. “Yala”, le dijo con una sonrisa.  Era una vendedora ambulante de menú. Contento, se sentó en la banca al lado de la carretilla. Dos grandes ollas estaban frente a nuestros ojos. Yala saboreó la comida sin haberla probado y sonrió como un niño ante su plato favorito. 

Al conocer el menú, pidió un lomo saltado. Yo también. Mientras comía me dijo “la señora Carmela cocina rico y limpio, no es como las viejas de más allá que atienden con las manos cochinas”. Yala masticó con mucho gusto. No sé cómo lo hizo porque carecía  de dientes superiores. El lomo estaba en su punto. Pero el inquieto señor le echó ají a su plato. “Ujujuy”, sonrió, “pica rico”. Pidió una chicha para acompañar su sabroso platillo. 

Al terminar de comer, no quedó un solo arroz en su plato. Y mientras relamía las delicias que le sirvió la señora, ésta me contó un secreto. “Sólo los fines de semana almuerza aquí ya que el dinero no le alcanza para pagar cinco soles todos los días. Casi siempre almuerza en un comedor popular”.

“El nunca cocina en su casa”, me aseguró la vendedora del menú. “Todo el mundo quiere a este viejito. Es que él se hace querer, viene acá y habla unas cosas, dios mío, que ni te cuento. Aunque también me da pena porque vive solito. Nadie lo ve, hijita. Quién sabe si algún día le pasara algo… ¡no tiene a nadie que vea por él!”  

“Hace como tres meses que no comía tan rico”, dijo Yala sin mirarme a la cara mientras tiró una servilleta al piso sin mayor remordimiento y luego se limpió la frente con la mano para secar el sudor de su desgastado rostro. 

Llegada la tarde entramos a su casa ubicada en un callejón de la calle Renovación en La Victoria. Yala se apuró y prendió una lámpara que estaba en un rincón de su pequeña sala llena de cachivaches. Entre risas y con orgullo me mostró periódicos que guardaba  hace más de siete años. El mismo tiempo que tenía en la venta de periódicos. 

Entró a su cuarto y sacó una caja de zapatillas “Tigre”. Según él, allí guarda los objetos más valiosos de su vida. La caja estaba llena de fotos en blanco y negro. Me enseñó  muchísimas fotos de una mujer muy simpática. “Era mi esposa”, me dijo orgulloso. Luego me hizo ver una foto borrosa de la misma mujer con una barriga de embarazo. “Era mi hijo”, señaló con su índice el vientre de la señora. Pareció reprimir un sollozo. “Ella fue mi único amor”.

“Ambos se fueron hace veintisiete años” me dijo mientras señaló el cielo con su mano. Su voz se entrecortó al recordar el accidente que le quitó a su familia. “Ella se llamaba María y era de Pucallpa. Una buena mujer que cocinaba rico y me quería mucho. Mi hijo se iba a llamar Ricardo, igual que yo”.
El canillita toma desayuno, almuerza pero no cena. Se acuesta a las ocho para poder levantarse de madrugada y salir en busca de los periódicos que vende.

No volvió a enamorarse, pero tampoco tomó la vida con ingratitud ni rabia. Trabajó durante muchos años en una fábrica de betunes hasta que fue remplazado por un hombre más joven. “Mis padres fallecieron hace poco, y mis dos únicos hermanos viven lejos con sus respectivas familias”. En medio de la charla, Yala pareció percatarse de algo. Entró a su cuarto. Casi al instante sacó un termo y un par de tazas de acero inoxidable y sirvió café. 

Mientras saboreaba el café me aseguró que aún con su soledad se sentía un hombre feliz. ”A mi edad tengo un trabajo que me alcanza para vivir. Tengo amigos a quienes les vendo un periódico todas las mañanas. Tengo una casita gracias al buen corazón de una señora que me la dejó como guardián. Y tengo los más lindos recuerdos de mi esposa y mi hijito que aún viven en mi corazón.

Yala tomó un último sorbo de café y concluyó con una sonrisa: “ahora tengo una amiga periodista. Su mirada reflejaba esperanza. Tomó aire y levantó del piso una cima de revistas descoloridas y periódicos malolientes. Arrojó la colección de hojas sobre la mesa y fue narrando las circunstancias en las que decidió quedarse con ese montón de papel impreso.